Hola a todos.
He decidido adelantar San Valentín a este blog con este relato. Es muy cortito, pero creo que es muy bonito.
Es una historia que empecé a escribir hace algún tiempo, pero, como viene siendo habitual en mí, la dejé a medias.
De modo que me he animado a terminarla.
Es una historia con tintes románticos.
Espero que no os importe que le dedique esta entrada a una buena amiga que me dio el consejo de terminar todas las historias que tengo a medias.
Claudia, si estoy dispuesta a terminar todo lo que empiezo ha sido porque tú fuiste una de las que me dio ese consejo. ¡Y te estoy haciendo caso!
Deseo de corazón que te guste esta historia.
Se titula
La Llegada del Amor.
LA LLEGADA DEL AMOR
Corría los últimos años del siglo XVIII cuando
Esperanza Campuzano contrajo matrimonio con Fernando Orellana de Santa Cruz.
Fue un matrimonio por amor. Y se sabe que fueron muy felices. Él era un joven
oriundo del sur de España. Aunque tenía raíces extremeñas. Tenía fama de ser
valiente. Aunque sus superiores en el Ejército le habían castigado en ocasiones
por su carácter temerario. Porque no vacilaba a la hora de poner en peligro su
propia vida.
De
Fernando se decía que sería capaz de comandar su propio Ejército, pero su
carácter era demasiado impulsivo. No sabía contenerse a tiempo. Y podía ocurrir
una tragedia. Él se conformaba siendo casi siempre el segundo-al-mando.
Varios
contingentes del Ejército español fueron enviados a la frontera con los
Pirineos.
Uno
de los contingentes estaba liderado por el conde de Santillana. Tenía fama de
ser un hombre duro, pero comprensivo.
Se
vivía con cierto temor por una parte de la sociedad española la Revolución
Francesa. Otra parte de la sociedad española veía esperanzada la Revolución
Francesa. Sin embargo, el Rey pensaba que había que frenar una posible invasión
francesa. ¿Y si se implantaban en España las ideas revolucionarias? Había que
impedirlo a toda costa.
Fernando
formaba parte de dicho Ejército. Pero el segundo-al-mando no era él. Era otro.
Era un soldado veterano y muy curtido.
Durante
aquellos días, Fernando llegó a entablar cierta amistad con el segundo-al-mando
del Conde. Bernardo Campuzano era un próspero terrateniente aragonés. No tenía
lazo alguno con la aristocracia, pero sabía hacerse respetar por todo el mundo.
Fernando
llegó a caerle bien. Era joven y alocado, en su opinión. Pasaron muchas horas
caminando y haciendo expediciones de reconocimiento sobre el terreno. Pasaron
muchas noches en vela haciendo guardias.
Hubo
una escaramuza una noche. Un grupo de soldados franceses sorprendió al
contingente español con la guardia baja.
Se
desencadenó un verdadero combate.
Fernando
estaba confundido. Hubo varios disparos. Desconocía quién estaba disparando a
quién. Sólo vio que un soldado francés estaba a punto de disparar a don
Bernardo. No lo dudó.
Se
interpuso entre don Bernardo y aquella bala.
De aquella
forma, le salvó la vida.
Cuando
Fernando se hubo recuperado de su herida, aceptó la oferta de visitar al
coronel Campuzano. Éste vivía en su enorme finca situada en las afueras de
Lanuza. En el término municipal de Sallent de Gallégo…
Fernando
sabía que Bernardo estaba casado. Y que era padre de dos hijas. Las dos en edad
casadera…
Se
preguntó si el coronel estaba pensando en emparejarle con alguna de sus hijas.
Pero decidió que valía la pena conocerlas.
Lanuza
se encontraba en el valle de Tena. Fernando nunca antes había estado allí.
Sintió curiosidad mientras el carruaje cerrado lo llevaba hasta su destino. Fue
prácticamente recibido con honores de Rey por la familia y por los sirvientes
del coronel.
Todos
parecían desvivirse por él. Las hijas del coronel le miraban con cierto
embeleso. Aquel hombre le había salvado la vida a su padre. Era como una
especie de héroe para ellas.
Además,
los soldados parecían estar hechos de una pasta especial porque él no tardó
mucho en recuperarse de la herida sufrida. Las hijas le seguían a todas partes.
Querían saber más cosas de aquel joven tan valiente y tan osado.
Llevaba
dos semanas viviendo en la finca del coronel Campuzano. No tardó en conocer
mejor a las 68 familias que vivían en el pueblo. Le saludaban a su paso. Todos
querían hablar con él. Saber más cosas de él.
Se
sabía que había sido herido en el costado cuando le salvó la vida al coronel.
Había perdido mucha sangre. Pero el médico le aseguró que la herida había sido
más bien superficial. Fernando era un hombre que se encontraba en la flor de la
vida. Tenía veintiocho años. Era fuerte. Su cuerpo había sido duramente
entrenado para resistir los rigores de una batalla.
Tardó
poco tiempo en recuperarse. Se llevaba bien con las dos hijas de Bernardo
Campuzano. Sin embargo, sólo fue una de ellas la que llamó poderosamente su
atención nada más conocerla. Esperanza, la hija mayor, le había cautivado. Ella
y su hermana menor, Sara, le enseñaron las praderas que rodeaban el pueblo. Asistía
con ellas y con sus padres a la
Misa que se celebraba todos los domingos en la Iglesia de El Salvador,
que estaba en mal estado tras haber sufrido los envites de la Guerra de la Independencia.
Paseaba con las dos jóvenes por los
prados.
Pero
fue Esperanza la que le cautivó. Poseía un largo cabello de color rubio muy
claro que caía rizado sobre su espalda. Lo llevaba recogido en un holgado moño.
Pero él imaginaba cómo sería ver aquel precioso pelo suelto. Sabía que era
devota de Santa Quiteria, la patrona del pueblo. Sus ojos eran de color azul
cielo muy claros y de mirada ingenua. Podía pasarse las horas muertas embobado
mirándola después de que ella le hubiera sonreído. Porque su sonrisa era propia
de una hechicera.
Una
vez, la siguió hasta el valle donde ella y Sara, su hermana menor, solían
bañarse. Iban vestidas, pero las camisolas interiores que cubrían sus cuerpos
se les pegaba a la piel mojada. A Fernando se le secó la garganta al imaginar a
Esperanza sin ropa. Se dijo que no debía de tener aquella clase de pensamientos
con ella. Era la hija de su anfitrión. Le debía un respeto.
Ella
le contó la historia del pueblo. Supo que los habitantes se dedicaban a la
agricultura y a la ganadería. Les veía pasar con el ganado en dirección al
monte. Les veía arar la tierra. Esperanza aún no había sido presentada en
sociedad y soñaba con el momento de poder viajar a Huesca.
Tenía
dieciocho años recién cumplidos y, en el pasado, había llegado a estar
prometida en matrimonio, pero su prometido había muerto. Fernando pidió
información a los criados acerca de Esperanza. A pesar de que ella era tan sólo
nueve años menor que él, Fernando no vio ningún inconveniente. Nada más
conocerla, pensó que Esperanza era la mujer de su vida.
Los
vecinos del pueblo le saludaban a su paso. Fernando era agasajado por éstos. Un
pastor llegó, incluso, a querer venderla la mejor de sus ovejas. Una mujer le
ofrecía pan recién hecho. Le dijo que iba a tejerle una manta. Fernando
agradecía siempre aquellos gestos amables.
Pero
su principal interés era Esperanza. La muchacha le contó que su prometido era
un conocido banquero de Huesca. Pero aquel hombre había querido zarpar en busca
de aventuras al otro lado del océano. Nunca había estado enamorada de él. De
modo que no lamentó su marcha. Él le prometió que regresaría. Esperanza se
quedó esperándole. El año anterior, recibió la noticia de que su prometido
había muerto durante una reyerta.
Para su
sorpresa, descubrió que su prometido no estaba en América del Sur. Estaba en
Teruel.
Su muerte
había sido deshonrosa.
El prometido
de Esperanza no había sido un buen hombre.
La joven
apenas le había tratado. Sin embargo, no le había caído bien. Le había parecido
un hombre duro y frío.
No le había
llorado. Su muerte la había dejado libre. Era así como se sentía.
El
coronel Bernardo Campuzano rara vez estaba en casa. Tras el nacimiento de Sara,
había participado en otras campañas. Había, incluso, luchado contra los
independentistas en Argentina. Su mujer decía que nunca quería estar con su
familia. Por supuesto, no expresaba en voz alta sus opiniones. Pero las tenía.
Sus hijas las conocían.
El
coronel había llegado a convertirse en uno de los hombres fuertes del Ejército.
Destacaba por su lealtad al Rey. Si bien, pensaba Fernando, a lo mejor,
cambiaba de lealtad. Pero nunca se había dado el caso. De momento…Esperanza y
Sara le contaron que su padre siempre estaba en campaña.
Mientras
tanto, Fernando buscaba la ocasión de poder hablar con Esperanza. Se sentaba a
su lado en la mesa a la hora de la cena. Luego, daban un paseo por el inmenso
jardín de la finca. Se sentaban bajo las ramas de uno de los árboles del
jardín.
-Hace una noche preciosa-comentaba
Fernando.
-Hay Luna llena en el cielo-decía
Esperanza.
-Sí que la hay.
Fernando
se sentía torpe al lado de Esperanza.
-Y hay también muchas estrellas-añadía.
A
Esperanza le hacía gracia aquel soldado que podía ser tan valiente en el campo
de batalla, pero que, luego, estando con ella, se mostraba tímido, torpe y
vacilante.
Siempre
estaba a su lado mientras ella enredaba un ovillo de lana. O mientras estaba
bordando un manto para Santa Quiteria.
-¿Nunca se aburre de estar haciendo
labores, señorita Campuzano?-le preguntó Fernando en una ocasión.
Ella
estaba tejiendo una manta para regalársela a una vecina del pueblo ante la
llegada del frío invierno.
-Es una manera que tengo de estar
distraída-respondió Esperanza-Me gusta hacer esto. Nunca me aburro.
-¿Y no ha pensado nunca en
viajar?-inquirió Fernando.
Esperanza
lo miró con los ojos muy abiertos.
-¿Viajar?-se extrañó-¿Y adónde voy a
viajar? Sí, sé que haré un viaje a Huesca el año que viene. Mi padre quiere que
sea presentada en sociedad. Con un poco de suerte, a lo mejor, también viajo a
Madrid.
-Hablo de ver otros sitios. Otros
lugares…¿Nunca lo ha pensado?
Esperanza
negó con la cabeza.
-Siempre he pensado que el mundo empieza
y se acaba en Lanuza-admitió.
En
su fuero interno, se alegraba de no casarse. No quería salir de su casa y el
mundo exterior era algo que la asustaba profundamente.
Disfrutaba
de la compañía de Fernando. Él le hablaba de los sitios en los que había
estado.
El
saber que el prometido de Esperanza había muerto llenó de una insana alegría a
Fernando. Estaba prendado de la dulce e inocente Esperanza. Había decidido que
ella sería su esposa. Se casaría con ella y su familia no tendría más remedio
que aceptarla.
Fernando
tenía el cabello de color negro, muy espeso. Solía dedicarle piropos a
Esperanza. Ella era una muchacha muy sencilla y, de pronto, recibía las
atenciones de aquel hombre. Un joven que, seguramente, había visto mucho más
mundo que ella. Esperanza estaba segura de que había estado con las mujeres más
hermosas del país. Que había tenido en sus brazos a toda clase de mujeres, desde
prostitutas hasta damas de la Corte. No
podía sentir celos. Era una etapa más en la vida de Fernando. La que importaba
de verdad era aquélla. Quedó prendada de sus ojos grises oscuros. De su sonrisa
encantadora…
Poco
a poco, le dio a entender de manera sutil que disfrutaba de su compañía. Estaba
naciendo en su interior un sentimiento que, hasta aquel momento, había
desconocido cuál era. Pensó en su hermana Sara. Ella solía leer toda clase de
novelas románticas. Hablaba del amor con cierto tono de burla. Pero eso era
porque nunca antes había estado enamorada.
Le
latía el corazón a un ritmo muy alocado cuando estaba con Fernando. Se atrevía
a sonreírle de manera abierta. Era amor lo que sentía por él. No le cabía la
menor duda. Estaba enamorada de aquel joven. Lo supo después de dejarse robar
unos pocos besos por él.
Lo
amaba y estaba segura de que él también la amaba.
La
idea de presentar a Esperanza en sociedad la tuvo su madre. Su padre nunca
estaba en casa y había que pensar en casar a las niñas. El coronel Campuzano
pasaba más tiempo en campaña que buscando un marido para sus hijas. Y tanto
Esperanza como Sara tenían derecho a hacer buenos matrimonios con excelentes
partidos.
Fernando
pensó que Esperanza haría un buen matrimonio. Aunque Sara era muy hermosa,
Fernando creía que quedaba eclipsada por su hermana mayor. Estaba prendado de
su cabello muy rubio. De sus ojos azules muy claros…
Estarían
siempre juntos.
La
noche pasada había cambiado para siempre sus vidas. Nunca más estarían separados.
Habían nacido el uno para el otro.
Desde
aquel día, Esperanza sentía sobre su piel las caricias de los labios y de las
manos de Fernando. Se refugiaba en sus brazos. Llenaba de besos cada centímetro
de su piel. Lo besaba con intensidad. Y se decía así misma que había nacido
para estar con él.
FIN